Tradicionalmente, los servicios de atención residencial a personas con discapacidad han tendido a suplir a las personas atendidas en las funciones instrumentales propias de la vida diaria: las tareas domésticas cotidianas (lavar y planchar la ropa, limpiar la habitación, hacer la comida) eran, por lo general, funciones que recaían bien en el personal propio del servicio residencial, bien en servicios externos (lavanderías, catering,...). Esta forma de funcionamiento ha determinado que sean las y los profesionales de los servicios quienes han ido tomando, de forma continuada, decisiones acerca de lo que conviene o no conviene hacer en el ámbito doméstico. Aunque bien intencionada, este tipo de organización parte de asumir que las personas con discapacidad no pueden participar, de forma activa, en la gestión cotidiana de su vida y no estimula ni promueve la adquisición de habilidades y la autonomía.
La investigación y la experiencia han demostrado, sin embargo, que las personas con discapacidad pueden, y en la mayor parte de los casos quieren, desarrollar las habilidades necesarias para tomar parte activa en las actividades que estructuran su vida en el servicio residencial y así ejercer cierto grado de control sobre la misma. Para ello es indispensable crear contextos, situaciones y oportunidades que permitan hacer efectiva dicha participación y garantizar los apoyos necesarios para posibilitarla. Este enfoque, coherente con el Modelo de Apoyos, parte de considerar que la experiencia cotidiana y las actividades habituales en la vida diaria, son, para las personas con discapacidad, como también para las personas sin discapacidad, un terreno básico de oportunidades de aprendizaje.
Actualmente, la existencia de servicios residenciales más pequeños, integrados en el ámbito comunitario, ofrece más oportunidades reales de participación en las actividades de la vida diaria. Con todo, no siempre cuentan con los recursos necesarios para dotar a la plantilla de la formación requerida, ni con los apoyos idóneos para facilitar y favorecer la más adecuada intervención, dando por sentado que el sentido común y la relación natural bastarán para garantizar una actuación adecuada. Pero no es así: implicar a las personas con discapacidad en las actividades de la vida cotidiana es el resultado de una planificación y una programación previa de las actividades y de los apoyos necesarios para realizarlas y, sin esa estructuración previa, se corre el riesgo real de mermar las oportunidades de aprendizaje.
Las modalidades y el grado de participación en las actividades deben tratarse de forma individual, atendiendo a las posibilidades y, en parte también, a los deseos de la persona usuaria. Esta personalización conlleva tener presentes las variaciones que experimenta una persona en función de sus circunstancias inmediatas (por ejemplo, el cansancio debido a una actividad anterior o la tristeza a causa de algún suceso previo puede determinar que, en ciertas ocasiones, prefiera no tomar parte activa en una actividad en la que habitualmente sí participa).